El sueño de los ancestros
El único ancestro que conocí, un buen día murió dormido. Su cuerpo
inerte se descubrió cuando llegó la hora del desayuno y no había café caliente
ni huevos revueltos sobre la mesa. Al abrir la puerta de la pieza en la que había sido
recluida, un olor putrefacto que reunía las vísceras de mil muertos, se abrió
paso entre los vivos hasta intentar nuestra extinción. Esa fue la venganza de
la abuela… la última presencia del cuerpo al que se le negó nombre, apellido, educación, salario, fotografías, fecha de cumpleaños.
Rosa Bermeja descomponiéndose
entre el vapor de las ollas y el aceite de la cocina, más tarde, enterrada en el paisaje pleno de
nubes vidriosas, pichones callejeros y villa miseria de telón. Todos haremos una parada forzosa por aquí. Mi padre, mi madre, mis hermanas, agonizando
como los días de verano en septiembre.
Los que pudimos, costeamos un nicho en el pabellón A, cementerio
de San Diego. Esa sería la única evidencia de que alguna vez Rosa Bermeja transitó el planeta tierra:
la memoria monumental y oscura del rostro de la abuela, que nunca “cumplió años”.
Se soñó de casa, se deseó abrazada. Rosa
Bermeja se levantaba cada mañana como
si llevara puesto en la cabeza un tocado de Valdivia.
Lavaba la ropa en la piedra de río con el agua fría de las canteras del Guagua Pichincha, aguas que le
congelaron el vientre. No tuvo más hijos que el que le nació de la vergüenza, a
sus tiernos 13 años cuando el señor de la casa donde trabajó, la dejaba muda,
sorda, coja para abusarla. Ella ni su hijo conocieron padre. Los gritos de Rosa Bermeja que no se pueden acallar.
Mi abuela viendo a la nada a través del terror. Sus ojos sin color. Ella no me reconoce.
Soy una nieta sin abuela que cuelga cientos de hojas en las
paredes de la memoria, las lleno de pictogramas, las salpico con sudor y sangre.
Las hojas regresan como látigos contra mi cara. Las cenizas de mis madres
cantan. Así se aprende a monumentar.
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