Vírgenes fosforescentes
Es increíble que Marie se negara a percibir el riesgo que todos corrían, sabiendo como sabía tanto del tema. De hecho, conocía perfectamente la manera insidiosa en que la radiactivdad lo impregnaba todo y consideraba que era algo muy peligroso, sí, ¡pero sólo para la fiabilidad de sus experimentos!: «Cuando se estudian en profundidad las sustancias radioactivas —escribió— debe tomarse precauciones especiales si se pretende seguir practicando mediciones precisas. Los distintos objetos utilizados en un laboratorio químico, y los que sirven para experimentos en física, todos se vuelven radioactivos al poco tiempo y actúan sobre placas fotográficas, a través del papel negro. El polvo, el aire de la habitación, las propias ropas, todo se vuelve radioactivo [...]. En el laboratorio en que trabajamos el mal ha alcanzado una fase aguda y ya no podemos tener ningún aparato completamente aislado.» ¡Aterrador! Y aun así, siguió sin querer ver lo obvio, En 1956, el marido de Irène midió la radiactividad de los cuadernos de notas de 1902 de los Curie, y todavía estaban fuertemente contaminados.
¿Y por qué esa cerrazón?
Porque estaban enamorados del radio. Porque era un bello y había sido todo tan emocionante. Porque Marie lo había liberado de la pecblenda con un esfuerzo titánico. Porque lo había sacado a la luz, es decir, lo había parido. Escribió Marie recordando las primeras épocas del descubrimiento:
Sentimos una alegría especial al observar que nuestros productos que contenían radio concentrado se volvían espontáneamente luminosos. Mi marido, que esperaba ver hermosas coloraciones, tuvo que estar de acuerdo en que esta otra característica inesperada le dio aún más satisfacción.... [estos productos] fueron dispuestos en mesas y tableros [en el laboratorio]: por todas partes podíamos ver siluetas ligeramente luminosas y ese brillo, que parecía suspendido en la penumbra, despertó en nosotros nuevas emociones y encantamientos.
Estaban encantados, ésa es la palabra; embrujados, atrapados por el hechizo del fulgor verdiazul. A veces, después de cenar, corrían al laboratorio para disfrutar con la visión de sus fantasmitas luminosos. Y en la cabecera de la cama tenían una muestra de radio, supongo que para adormecerse con su fosforescencia. Lo cual me recuerda las vírgenes de Fátima que traían mis tías del santuario: pequeñas estatuitas de una fea pasta blancuzca que, al apagar la luz, se encendían como espectros verdosos. Me pregunto ahora si esas vírgenes fosforescentes, que eran muy comunes en mi primera infancia, no llevarían algún ingrediente peligroso.
Páginas 126 -127
Rosa Montero
"La ridícula idea de no volver a verte"
5ª edición, 2013.
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