Nevers

(A título informativo)

RIVA CUENTA ELLA MISMA SU VIDA EN NEVERS

A las siete de la tarde, la catedral de San Esteban daba la hora. La farmacia cerraba.
Educada en la guerra, yo no le prestaba la menor atención, a pesar de mi padre, que me hablaba de ella todas las noches.

Yo ayudaba a mi padre en la farmacia. Era preparadora. Acababa de terminar mi carrera. Mi madre (1) vivía en un departamento del sur. Iba a verla varias veces al año, en vacaciones.

A las siete de la tarde, en invierno y en verano, tanto en las noches negras de la ocupación como en los soleados días de junio, la farmacia cerraba. A mí siempre me parecía demasiado pronto. Subíamos a la habitaciones del primer piso. Todas las películas era alemanas, o casi todas. El cine me estaba prohibido. El Campo Marte, bajo las ventanas de mi habitación, de noche, se hacía aún más grande. 

El Ayuntamiento no tenía bandera. Tengo que remontarme a mi primera infancia para recordar los faroles encendidos.
Cruzaron la línea de demarcación.

Llegó el enemigo. Hombres alemanes atravesaban la plaza del Campo de Marte cantando, a horas fijas. A veces venía alguno a la farmacia. 
Vino también el toque de queda.
Luego Stalingrado.
Fusilaron hombres junto a las murallas.

Otros hombres fueron deportados. Otros escaparon para unirse a la Resistencia. Algunos se quedaron allí, llenos de susto y de riquezas. El mercado negro hizo su agosto. Los niños del barrio obrero de San... se morían de hambre mientras en el "Grand Cerf" se comía foie gras.

Mi padre daba medicinas a los niños del barrio de San... Yo se las llevaba dos veces por semana, al ir a clase de piano, después de cerrar la farmacia. A veces volvía tarde. Mi padre me acechaba detrás de los postigos. Algunas noches, mi padre me pedía que tocara el piano para él.

Cuando terminaba de tocar, mi padre se quedaba silencioso, y su desesperación se hacía más patente. Pensaba en mi madre. 

Cuando terminaba de tocar, por la noche, así, asustada del enemigo, mi juventud se me echaba encima. Pero no lo decía nada a mi padre. Él me decía que yo era su único consuelo. 
Los únicos hombres de la ciudad eran alemanes. Yo tenía diez y siete años. 

La guerra no se acababa nunca. Mi juventud era interminable. No conseguía salir ni de la guerra ni de mi juventud. 
Morales de orden diverso llenaban ya mi espíritu de confusión.
El domingo era fiesta para mí. Bajaba toda la ciudad en bicicleta para ir a Ezy a buscar la mantquilla que requería mi crecimiento. Iba bordeando el Nièvre. A veces, me detenía debajo de un árbol y me impacientaba por lo larga que era la guerra. Mientras que yo crecía hacia y contra el ocupante. Hacia y contra aquella guerra. Siempre me gustaba mucho ver el río. 

Un día, un soldado alemán vino a la farmacia a curarse una mano quemada. Estábamos solos los dos en la farmacia. Yo le curaba la mano tal como me habían enseñado, con odio. El enemigo me dio las gracias.

Volvió. Estaba mi padre y me pidió que me ocupara yo.
Y otra vez le curé la mano, en presencia de mi padre. Yo no levantaba los ojos hacia él, tal como me habían enseñado.

Pero aquella noche sentí un especial cansancio de la guerra. Se lo dije a mi padre. No me contestó. 

Toqué el piano. Luego apagamos. Me pidió que cerrara los postigos.
En la plaza, apoyado en un árbol, había un muchacho alemán con una mano vendada. La reconocí en la oscuridad por la mancha blanca que su mano ponía en su sombra. Fue mi padre quien cerró la ventana. Y por primera vez en mi vida supe que un hombre me había estado escuchando tocar el piano. 

Aquel hombre volvió al día siguiente. Y entonces vi su cara. ¿Cómo seguir evitándolo? Mi padre vino hacia nosotros. Me apartó y le comunicó a aquel enemigo que su mano no necesitaba ya cuidado alguno.

Aquella noche mi padre me pidió expresamente que no tocara el piano. bebió mucho más vino que de costumbre, en la mesa. Yo obedecí a mi padre. Me pareció que se había vuelto algo loco. Me apreció borracho o loco. 

Mi padre quería a mi madre con amor, locamente. Seguía queriéndola. El estar separado de ella le hacía sufrir mucho. Desde que ella no estaba, mi padre se había dado a la bebida.
A veces, se iba a verla y me confiaba la farmacia. 

Se fue al día siguiente, sin volver a hablarme de la escena de la víspera.

Monica Bellucci protagoniza a Malèna (2000)
Al día siguiente era domingo. LLovía. Yo me dirigía a la granja de Ezy. Me detuve, como de costumbre, bajo un álamo, junto al río. 

El enemigo llegó junto a mí, bajo aquel mismo árbol. Iba también en bicicleta. Tenía la mano curada. 

No se marchaba. La lluvia caía, espesa. Luego salió el sol, en medio de la lluvia. Dejó de mirarme, sonrió, y me pidió que observase cómo a veces el sol y la lluvia podían estar juntos, en verano. 

Yo no dije nada. Pero miré la lluvia. 
Entonces me dijo que me había seguido hasta allí. Que no se iría. 
Yo me marché. El me siguió. 

Durante todo un mes, me estuvo siguiendo. Ya no me detuve más junto al río. Nunca. Pero él estaba apostado allí, todos los domingos. Cómo no iba a saber que estaba allí por mí. 
No le dije nada a mi padre.

Empecé a soñar con un enemigo, de día y de noche. 
Y en mis sueños, la inmoralidad y la moral se mezclaron de tal forma que pronto fue imposible distinguir una de otra. Cumplí veinte años. 

Una noche, en el barrio de San..., al doblar una esquina, alguien me cogió por los hombros. Yo no le había visto llegar. Era de noche, las ocho y media de la noche, en julio. Era el enemigo. 

Nos encontrábamos en los bosques. En las trojes. Entre las ruinas. Y luego, en habitaciones. 
Un día, mi padre recibió un anónimo. Empezaba el desastre. Estábamos en julio de 1944. Yo negué. 

Fue también bajo los álamos que bordean el río donde él me comunicó su marcha. Salía para París al día siguiente, en camión. Era feliz porque aquello era el final de la guerra. Me habló de Baviera, donde yo tenía que ir a reunírmele. Donde teníamos que casarnos 
Había ya disparos por la ciudad. La gente arrancaba las cortinas negras. Las radios funcionaban de día y de noche. A ochenta kilómetros de allí, convoyes alemanes yacían por las torrenteras. 

Yo exceptuaba a aquel enemigo de todos los demás. 
Era mi primer amor. 
Ya no era capaz de vislumbrar la menor diferencia entre su cuerpo y el mío. Ya no era capaz de ver entre su cuerpo y el mío más que una escandalosa semejanza. 

Su cuerpo se había convertido en el mío, yo ya no conseguía distinguirlo. Yo me había convertido en la negación viviente de la razón. Y todas las razones que hubieran podido oponerse a aquella falta de razón, yo las habría barrido, y cómo, como castillos de naipes, y como, precisamente, por razones puramente imaginarias. Que quienes no hayan sabido nunca lo que es verse así desposeídos de sí mismos, me arrojen la primera piedra. Yo ya no tenía más patria que el amor mismo. 

Le dejé una nota a mi padre. Le decía que el anónimo había dicho la verdad: que quería a un soldado alemán desde hacía seis meses. Que quería seguirle a Alemania. 
En Nevers, la resistencia flanqueaba ya al enemigo. Ya no había policía. Volvió mi madre. 

El se iba al día siguiente. Habíamos quedado en que me llevaría en su camión, debajo de las lonas de camuflaje. Nos imaginábamos que podríamos no separarnos nunca. 
Volvimos a ir al hotel, otra vez. Al amanecer él se marchó a reunirse con su acantonamiento, hacia San Lázaro. 

Debíamos encontrarnos a las doce del mediodía, en el muelle del Loire. Cuando llegué, a las doce, al muelle del Loire, aún no estaba muerto del todo. Habían disparado desde un jardín del muelle. 

Permanecí echada sobre su cuerpo todo el día y toda la noche siguiente. 
Al otro día vinieron a buscarle y le metieron en un camión. Aquella noche se liberó la ciudad. Las campanas de San Lázaro llenaron la ciudad. Me parece que sí, que lo oí.

Me metieron en un almacén del Campo de Marte. Allí, algunos dijeron que había que pelarme al rape. A mí me daba igual. El ruido de las tijeras en la cabeza me dejó completamente indiferente. Cuando estuvo hecho, un hombre de unos treinta años me llevó por las calles. Hubo seis que me rodearon. Cantaban. Yo no sentía 
nada. 

Mi padre, detrás de los postigos, debió de verme. La farmacia estaba cerrada a causa de la deshonra. 

Me volvieron a llevar al almacén del Campo de Marte. Me preguntaron qué quería hacer. Yo dije que me daba lo mismo. Entonces me aconsejaron que volviera a casa. 
Eran las doce de la noche. Escalé el muro del jardín. Hacía muy buen tiempo. Me eché en la hierba para morir. Pero no me morí. Tuve frío. 
Estuve llamando a mamá mucho tiempo... Hacia las dos de la madrugada se iluminaron los postigos. 
Monica Bellucci protagoniza a Malèna (2000)
Me hicieron pasar por muerta. Y viví en el sótano de la farmacia. Podía ver los pies de la gente, y, de noche, la gran curva de la plaza del Campo de Marte. 
Me volví loca. De maldad. Según parece, le escupía a mi madre en la cara. Guardo pocos recuerdos de aquel período en que me volvió a crecer el pelo. Sólo recuerdo que le escupía a mi madre a la cara. 

Después, poco a poco, empecé a distinguir el día de la noche. Empecé a darme cuenta de que la sombra llegaba a los ángulos de las paredes del sótano hacia las cuatro y media y de que el invierno, una vez, se terminó. 

De noche, ya tarde, me dejaban salir a veces con capucha. Y sola. En bicicleta. 
Tardó un año en crecerme el pelo. Sigo creyendo que si los individuos que me lo cortaron al rape hubieran pensado en el tiempo que hace falta para que el pelo vuelva a crecer hubieran vacilado antes de pelarme. Por la falta de imaginación de los hombres es por lo que fui deshonrada. 

Un día, vino mi madre para darme de comer, como solía hacer. Me comunicó que había llegado el momento de marcharme. Me dio dinero. 

Me marché a París en bicicleta. El camino era largo pero hacía calor. Era verano. Cuando llegué a París, al cabo de dos noches y un día, la palabra Hiroshima aparecía en todos los periódicos. Era una noticia sensacional. Mis cabellos tenían ya una longitud decente. Nadie fue rapado.
__________________________
(1) La madre de Riva era o judía [o separada de su marido].

Fuente:
Marguerite Duras. (1960). Hiroshima Mon Amour. Editorial Seix Barral. Págs. 139 - 146

Entradas populares